"Vamos a probar por esta calle, que ayer tenía movimiento." La cosa no podía ir muy bien si es mi padre el que me dice eso, especialmente teniendo en cuenta que es un domingo por la noche. Pero se trataba de algo más que buscar dónde comer, queríamos sentir eso que tanto se dice de esta ciudad.
Animados por lo que veíamos en la pantalla le pregunté al portero: "¿Servís comida aquí o es sólo un bar?" "Servimos comida pero me tienes que enseñar una identificación." Queda todavía gente en este país que no está segura de que yo sea mayor de 21 años (afortunadamente). "No, la suya no me hace falta" dice el portero también mientras mi padre se señala las canas. ¿Quién necesita el inglés en los tiempos de Twitter?
Dentro se perpetraba la noche. Cuatro truhanes y una dama. Ellos despeinados y sin afeitar; ése de ahí parece más imberbe que afeitado. Ella, tímida pero pícara. Los cinco culos más inquietos a este lado del río Chicago (¿o sería el otro?) dispuestos a venderse al mejor postor ante no menos de veinte mesas donde las cervezas se alternaban con las french fries, la salsa barbacoa y el pollo frito (no, tranquilos que no vi a Ramoncín por ahí). Seguro que Pérez Reverte podría haberlo descrito con mucho más salero que yo.
Ninguno ocultaba sus armas. Concretamente saxo, bajo, guitarra, batería, uno de esos teclados/bandolera que se llevaban con hombreras y un volumen inimitable en el pelo allá por los años ochenta, y dos pianos que hacían las veces de mesa, atril y hucha, todo en uno. Bajo una nota escrita en papel blanco se colaba un soborno de hasta veinte dólares, que apuntaba a la siguiente cancion. Así no hacen falta ni listas ni repertorios.
Así una tras otra, de un clásico del Country a una joya de Michael Jackson; de Oasis a Lady Gaga pasando por Miley Cirus. "Yo soy más de Hannah Montana," decía el otro pianista. ¿Y nuestros amigos? Continuamente cambiando de pareja. El saxo de Ray Charles se convertía en el piano de los Beatles, y de ahí a la batería para tocar "Big balls of fire." Creo que estabamos ante esa cosa a la que algunos llaman música (de la de verdad, ¡eh!, que ya os he dicho que Ramoncín no estaba por allí).
Nosotros estábamos satisfechos antes incluso de que nuestras hamburguesas llegasen a la mesa. Si has subido a lo más alto de la torre Sears (ahora torre Willis, pero nadie la llama así), te has tomado una copa en la torre Hancock y has visto un espectáculo como este, nada te impide decir "Sweet home Chicago" la próxima vez que cruces el Lago Michigan.
El Museo de Ciencia e Industria, y el Instituto de Arte de Chicago, y el paseo por el loop, y por el Campus de la Universidad de Chicago, y la casa Robie... Mejor si cabe, pero esa es otra historia y merece ser contada otro día.